sábado, 6 de junio de 2015

HISTORIAS DE VOLCANES: Cuando baje el Volcán (cuento)

Hace unas semanas comió con nosotros en Puebla un hombre inteligente y apacible que se dedica a estudiar las montañas vivas. Sabe tantas cosas sobre su pasado e imagina tantas sobre su futuro que además de vulcanólogo adquirió entre los niños y quienes sentimos su delirio por el futuro, las virtudes de un sabio. 
Nos rodeaba una tarde clara, brillante y altanera. Frente a nosotros, los volcanes rompían el cielo ganándose el mejor lugar en el horizonte.


Volcán Iztaccíhuatl (en náhuatl: )? Iztac=blanco y cihuatl=mujer es un volcán inactivo ubicado en el centro de México. Es la tercera montaña más alta del país, después del Pico de Orizaba (5610 msnm) y el Popocatépetl (5500 msnm). Se localiza en los límites territoriales de los estados de México y Puebla. Su nombre proviene de su perfil nevado, que desde el valle de México semeja a una mujer yaciente cubierta de un manto blanco.


Lo escuchamos durante más de cuatro horas con el placer de quien descubre una pasión compartida. Nos habló de su composición de sus lagos, del fervor que les tienen en los pueblos sitiados por sus laderas, de la mañana en que abrigados como suizos y cargados de piolets y cuerdas, caminaron hasta la cumbre del Iztaccíhuatl guiados por una viejecita que como todo abrigo llevaba un rebozo negro y como todo instrumento de ayuda en el ascenso usaba unas sandalias de plástico marca Zandac. 
"Gregorio" llamaba al Popocatépetl y hacía poco tiempo que había subido a visitarlo para llevarle una ofrenda. 
Pero la parte de aquella conversación que más impresionó a sus escuchas fue la que nuestro querido vulcanólogo dedicó a diagnosticar las posibilidades de erupción y sus rotundas consecuencias. 
"Cuando haga el primer ruido, van a estar rotos todos los vidrios de la ciudad", dijo sin la intención de atemorizarnos. Más bien parecía fascinado con la idea de que por lo menos algo así sucediera. 
Ahora que lo recuerdo, siento que cada una de sus palabras, tras todo el tiempo que dedicó a fascinarnos con la acumulación de misterios guardados en las entrañas de los gigantes que reinaban frente a nuestros ojos, había el deseo de mirarlos aullar, escupirnos, alcanzarnos. 
No  porque sea un hombre maligno, sino porque se muere de la curiosidad. Ha estado rondando a esos monstruos, les ha dedicado todos los años más importantes de su vida, es lógico que le interese oírlos hablar. Del mismo modo en que quienes hemos crecido bajo su sombra sentimos una fascinación por todo lo que tenga que ver con ellos: el enigma de que la exhausta Iztaccíhuatl haya nacido cientos de años antes que su guerrero, por ejemplo: 

-Después de que ella se adelantó tantísimo, las demás mujeres deberíamos quedar eximidas de cualquier reproche que tenga que ver con nuestra habitual tardanza - dijo una voz.

La mujeres nos reímos, los hombres aprovecharon la oportunidad para volver a quejarse de nuestros " inevitables cinco minutos después de la hora pactada".
Luego regresamos a la erupciones. Nos acordamos de Pompeya y volvimos a pensar en aquellos antiguos a los que sorprendieron las cenizas hirvientes de otro Volcán memorable. 
Después nos explicó cómo había sido la erupción del Paricutín, la del Chichonal y la del Volcán Colombiano cuyas imágenes todavía se recuestan en nuestra memoria. 
Mientras tanto se fue haciendo de noche. Durante una rato el cielo se volvió anaranjado, más tarde una penumbra pálida cobijó las sombras de nuestros dos volcanes. Todavía podíamos verlos: inmensos y sagrados, estremecedores y por primera vez temibles.
Una hora después, sin que pudiéramos decir de dónde venían, llegaron las nubes de una tormenta veraniega y la noche se quedó no sólo sin volcanes, sino hasta sin estrellas.
Sin embargo los adultos no pudimos cambiar de tema. Ni siquiera la intrusa política perturbó nuestro santo temor a los antiguos dioses del altiplano. El vulcanólogo sabía cosas y nosotros teníamos dudas que nunca sobran.
Cuando acepté que la lluvia no pensaba largarse, fui a buscar a mis hijos que estaban en un conclave presidido por el Capitán Crunch y los Chokos. Habían llenado sus platos hasta el borde de aquellos cereales que juntos tiene el nombre de una banda peligrosa, pero tampoco habían podido liberarse del tema de una de las pocas conversaciones adultas que no han convocado su indiferencia.
Ni me vieron entrar, así que aproveché para escucharlos un rato sin que se dieran cuenta.
La segunda hija de mi hermana está siempre segura de que sabe mucho más que ninguno de los otros, le lleva cuatro años al más cercano y tiene sobre ellos una autoridad casi Volcánica. A ella le preguntó una niña como de siete años menuda y febril:

-¿Estas segura de que los volcanes pueden hacer erupción?
-Sí  -dijo la niña mayor con todo el énfasis que pone siempre en lo que dice y hace -. Estoy perfectamente segura. ¿No oíste al experto?
-Pues yo si hacen erupción me tiro a la lava -dijo la chiquita.
-¿Por qué? - Le preguntaron todas las voces de los cerealómanos.
-Para no andar corriendo - Les contestó aquella niña de ojos tibios son un aplomo de gran actriz o de profunda convicción. 

No sé qué quiso decir ella con eso, pero sí sé lo que me dijo su respuesta.

-La lava tarda segundos en llegar - nos había informado el experto. Y todos habíamos pensado en correr de cualquier manera.
Hay cosas en la vida que son como la lava, algo que nos alcanza más pronto de lo que imaginamos, algo que nos toca a pesar todo esfuerzo que dediquemos a tratar de evitarlo. Sin embargo, uno casi siempre corre cuando lo siente venir. 
¿Sería inútil huir de la lava, del temblor que puede cambiar para siempre el paisaje del valle, del fuego y la fiereza que tal vez estén guardado bajo tierra como una sentencia para quién sabe quién? ¿Sería mejor - como dice la niña - tirarse dentro y por voluntad propia, cambiar con el paisaje que de cualquier modo nos alcanza?
¿Qué debe uno hacer? ¿Tirarse sin más? ¿Y si la temible lava piensa detenerse a nuestros pies? ¿Porqué va uno a facilitarle las cosas?, o ¿Porqué va uno a andar corriendo en balde?

-He aquí una gran dilema moral - ironizó mi privadisimo pepe grillo.
-¿Verdad? Y eso no es lo peor.
-¿Qué es lo peor? - Dijo Pepe que vive incrustado a mis tripas y sus vaivenes.
-Lo peor es que ya no puede uno tener ni siquiera una apacible conversación sobre los volcanes - le contesté. 

TOMADO DE:

MASTRETTA, Angeles. Puerto libre. Editorial Seix Barral. 175 pág. Bogotá 1997.

* Angeles Mastretta, es periodista y escritora Mexicana (1949)

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